Cartas Apócrifas I.


"Buenos días, 4 de octubre. Anoche, mientras vagaba entre sueños oscuros y silencios asfixiantes, percibí una lejana luz como si de un faro se trataba. Atravesaba un mar calmo que Morfeo había preparado para mí.
Navegué en una barcaza pequeña, con un sólo tripulante, quien habiendo llegado al lugar de donde esa luz provenía, se aprestó a exigirme el óbolo por esa funesta tarea. Sin saberlo, escupí una moneda que mascaba desde vaya a saber cuando. El extraño me reverenció a la vez que yo descendía ante el temor de lo desconocido.
Me repetí una y mil veces, ¿Por qué habrá que estar separados, cuando se ama así? Recordándote. Sabiéndote lejana, aunque también sintiendo tu presencia allí mismo, lejos de todo, cerca de nadie. Tu amor me ha hecho al mismo tiempo el ser más feliz y el más desgraciado. Ya te lo he dicho en aquella carta del 15 de septiembre.
Ángel, volviendo a mi onírica, es allí cuando veo y escucho tu llamado, tu voz, tu figura, llamándome, rogándome que corriera a tus brazos para cobijarte en aquello que parecía la eternidad de los tiempos.
El más bello de los valses sonaba desde los cielos, casi como si pudiera ver a un ejército de ángeles ejecutando sus compases con una precisión divina y una majestuosidad que no puede encontrarse jamás en la imperfección de nuestra limitación humana.
Y no dudé en abrazarte, no tardé ni un segundo en asirte y danzar contigo en esa penumbra que era atravesada por ese mágico haz de luz que irradiaban tus ojos color del cielo. Una maravillosa canción que ni el grandioso Amadeus, el austríaco, hubiese compuesto jamás.
Estate tranquila. Tan sólo contemplando con tranquilidad nuestra vida, alcanzaremos nuestra meta de vivir juntos. ¡Cuánto anhelo de ti... en ti..., mi vida... mi todo! 
Adiós... ¡Te espero la eternidad y más! No desconfíes jamás del fiel corazón de tu enamorado Ludwig. Eternamente tuyo, enternamente mía, eternamente nuestros."

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