Sin los ojos.

Tarde gris y lluviosa. Nos reservábamos los colores para nada más que los dos. El mundo ajeno. Un mensaje, un lugar y una hora de encuentro. Nada programado, ni nada por programar, hacían pensar en un momento sublime como el que estaba por pasar.
Minutos de incertidumbre hasta dar con un lugar discreto donde esconder -todavía- un amor prohibido pero más genuino, que ninguno otro, en kilómetros de distancia. Una habitación a oscuras, no a pedido, ni por capricho. Sólo el destino así lo quiso.

Sin los ojos, como si fuera una condición impuesta para conocernos, en todo sentido. Primero en alma y luego en cuerpo. Conocernos en penumbras resultaba un desafío a los demás sentidos. Tus dedos, recorriendo cada palmo de mi pecho mientras mi nariz se hundía en tu cuello para capturar tu aroma, inequívocamente tuyo, y en ese preciso momento, ya todo mío.

Y nos amamos por horas, por días, sin tiempo, sin complejos pero perplejos, por lo mágico del momento. Sin los ojos, como cuando comenzamos a reconocernos como espejo uno del otro, en tus letras, en tus párrafos, en tus contiendas y en tus ensayos.

Del laberinto, todavía no hemos escapado, y aún así, nos guiamos mutuamente con indicios de saber que ahí estamos, a la espera de un paso que nos devuelva la senda compartida, el tránsito mutuo por un camino de nómades criaturas que aprendieron que la vida se camina, no se estanca ni se afinca, pero juntos, eligiéndonos día a día.

Indicios como el que nos dimos cuando nos vimos los rostros por vez primera y mi corazón decretó su devoción por tus ojos color del tiempo.

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