Long Goodbyes.


Cuando era chico, más bien niño, (porque todavía me siento un chico en muchos aspectos), solía ir por la calle cantando o tarareando alguna canción según la ocasión. Dependía quizás del tema que sonaba en la radio en ese momento y, si era una banda de rock progresivo, mucho más probable que estuviera en mi boca.

Muchos de esos temas que han sido reproducidos desde mi megáfono aniñado aún suenan en mi cabeza, tal es así que hace poco más de un año, en un momento en el que no sabía si la mujer de mi vida sería parte de la mía, aún a pesar de un choque colosal de planetas ocurrido en el preciso instante en que nos cruzamos, comencé a tararear nuevamente un tema de mi infancia:

Long Goodbyes, de la banda inglesa Camel.


Es una canción triste por cierto, pero contiene la perfecta dosis de incertidumbre y esperanza acerca del por qué de las despedidas que uno atraviesa a lo largo de su vida. Bien uno puede querer cortar rápidamente con situaciones o relaciones que no hacen más que perjudicar el presente de los afectados. Así es como uno resuelve con celeridad y/o precisión de cirujano y se despoja de aquello cancino, fenecido o por fenecer. Es cuestión de sobrevivir, sería una conclusión obvia. Asumir la pérdida y consumar el final.

Pero la cosa se complica cuando no estamos seguros del por qué de las decisiones que nos llevan a emprender ciertas despedidas que se tornan eternas, simbólicamente cargadas de anclajes y lastres emocionales, que impiden que partamos de una vez y sigamos viaje.

Quizás debamos entender que uno está siempre de viaje en esta vida y las circunstancias vividas nos ponen en una permanente función móvil donde nada es estático, ni siquiera los afectos más arraigados. Quizás debamos asumir la finitud de nuestras existencia y entregarnos a la pasión de vivir cada experiencia que la vida nos regala con la intensidad que se merece y por el tiempo que nuestras ganas y nuestra inmanencia lo permita.

Asumirnos mortales, recordar nuestra finitud y comprender que la vida es una gran colección de vivencias cargadas de emociones de las más diversas, parece simple pero no lo es, en absoluto. Nuestra comprensión no siempre es internalizada y nuestro miedo a perderlo todo conspira contra nuestra propia felicidad, nos lleva a "morir", aunque estemos vivos, pero muertos por dentro puesto que, como decía el pensador Bertrand Russel: "Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están medio muertos."

Hace bastante he aprendido que cada momento debe ser vivido con la intensidad que las circunstancias lo ameritan, sin guardarse nada, sin dejar cosas en nuestras mentes que luego nos generen frustración por lo no hecho. Cuantos menos "si hubiera" nos quedemos en nuestra cabeza, en más felicidad y/o tranquilidad redundarán nuestros actos. Porque la vida es una sola y nuestra tendencia es a huir de aquello que nos implica acercarnos a las despedidas, puesto que creemos que ellas son pequeñas muertes, y confundimos cuáles son aquellas experiencias que merecen todo nuestro goce y esfuerzo por hacerlas únicas.

Y así es como una larga despedida pasa a ser un cuento diario en el cual finalmente entendemos que saludar con un beso, cada día, a nuestros seres queridos y decirles cuánto los amamos, sabiendo que podemos no volver a verlos, nos obliga a vivir intensamente, a no dejar de amar por el temor a sufrir esa partida que inexorablemente llegará cuando nos toque arribar al fin de nuestro único e irrepetible viaje, la vida.

Para vos, igual que ayer: Slipping Away.

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